La noción de que ciertas dietas tradicionales proveen determinada ventaja en términos de salud es tan antigua como inexacta. Se supone que la dieta mediterránea, la dieta tradicional de los pueblos de Okinawa o bien la dieta de los adventistas, etc. proveen a sus comensales una menor tasa de demencias, cánceres e infartos. Se pondera asimismo la “paradoja francesa”, según la cual mucho vino tinto, quesos, escargots y en general la haute cuisine les dan a los franceses un menor riesgo de Enfermedad Cardiovascular a pesar de que fuman mucho, y la pasan comiendo croissants y otras deliciosas atrocidades. En mi estimación, todo lo anterior son pamplinas.
Una nutrición humana verdaderamente óptima es aquella que evita las patologías degenerativas POR COMPLETO, otorgando un 99.9% de protección contra el cáncer, la aterosclerosis, los infartos cerebrales, la degeneración articular y las demencias neurometabólicas, todas las cuales son, por cierto, enfermedades de la civilización. Así es con todas las demás especies, cada una de las cuales tiene su dieta natural específica. Antes de intentar siquiera describir un protocolo nutricional congruente con la especie humana, será útil revisar algunas nociones elementales de nutrición humana, fundamento racional de la técnica ortomolecular, una herramienta de inmensa utilidad extrañamente ausente de la educación médica ortodoxa. Esta se define por la idea central de que: Variar las concentraciones de las sustancias normalmente presentes en el organismo, impacta profundamente el funcionamiento de este y permite corregir los desórdenes fisiológicos. Operacionalmente, esto equivale a el uso de las moléculas correctas (ortho) en la concentración efectiva y en el momento oportuno.
La molécula incorrecta
Para resolver eficaz y definitivamente cada problema concreto de salud es imprescindible hallar y eliminar su causa primaria. Si bien es entendible el empleo de drogas farmacológicas para aliviar las manifestaciones de una patología cualquiera, a menos que se erradique el problema en su más profundo origen, los fármacos que solo mitigan síntomas no pasarán de ser un remedio pasajero… a menudo responsable de ulteriores daños al organismo. Es en este sentido que decimos que deben emplearse primero las moléculas correctas, aquellas que fueron integrando el diseño evolutivo humano en los últimos 60 millones de años. Tu gripe no se debe a una deficiencia de antibióticos en sangre, ni tu falta de vitalidad se debe a una falta de anfetaminas. Tampoco tu hipertensión se originó por falta de betabloqueantes o diuréticos, ni tu insomnio proviene de un déficit de diazepam. Nuestro organismo es sencillamente increíble en su inteligencia regenerativa, su capacidad para adaptarse y restablecer el equilibrio… siempre que cuente con abundancia de los imprescindibles nutrientes, incluyendo el oxígeno. Pero he aquí que, aunque nos sobra comida, nos faltan alimentos. La exuberante paradoja contemporánea es que estamos simultáneamente obesos y malnutridos.
Fig.1 Sin contar el creciente uso de estupefacientes, analgésicos opiáceos y drogas recreacionales duras, la mala costumbre de medicar constantemente los síntomas de cada desorden fisiológico ha convertido nuestra existencia en una pesadilla farmacológica. En lugar de comer alimentos, ¡pareciera que estamos comiendo fármacos!
Una explotación adecuada de la máquina humana requiere además –como cualquier otra máquina compleja- ciertas condiciones propicias: trabajo físico frecuente, sueño REM, luz solar y contacto personal son requerimientos específicos para la correcta expresión de nuestro diseño genómico. Por otra parte, en los dos últimos siglos, venimos tragando e inhalando una creciente lista de toxinas industriales. Desde su remoto inicio hace unos 120.000 años, nunca ha tenido nuestra especie tanta abundancia y desarrollo tecnológico como ahora, pero las enfermedades degenerativas avanzan en exponencial aumento. En general, los humanos ya somos lo suficientemente ricos y sabemos tanto como para diseñar una estupenda salud y, sin embargo, la mitad de los adultos consume al menos una droga farmacológica a diario. Sin contar el creciente uso de estupefacientes, analgésicos opiáceos y drogas recreacionales duras, la mala costumbre de medicar constantemente los síntomas de cada desorden fisiológico –en lugar de resolver en su origen las deficiencias o desbalances orgánicos- ha convertido nuestra existencia en una pesadilla farmacológica.
De acuerdo con la red norteamericana de Centros para el Control de Enfermedades (CDC), el 48,6% de las personas –incluyendo niños y adolescentes- usan al menos una droga de prescripción, el 24% usa tres o más, y el 13% usa cinco o más (1). La diabetes, la obesidad, la demencia, el estrés, el agotamiento y la depresión crecen rampantes, mientras que la verdadera salud se nos escapa, serpenteando, entre píldoras, pomadas e inyecciones. A guisa de aclaración, no solo no tengo nada en contra de la farmacología experimental, sino que, por el contrario, me encantan las moléculas sofisticadas. Desde que tengo uso de razón me han fascinado las sustancias curativas de toda índole, los cognotrópicos, los tónicos de plantas amazónicas y las misteriosas recetas medicinales chinas, en suma, los remedios -farmacológicos o alquímicos, descubiertos en la Naturaleza o diseñados por el Hombre- que permiten al cuerpo sanar y abren puertas a la mente. Lamentablemente, desde la perspectiva clínica, los fármacos sintéticos enteramente ajenos al organismo (xenobióticos) solo controlan el síntoma, no la patología en sí. Sucede que la práctica médica ortodoxa gravita hacia el uso de anti-histamínicos, anti-inflamatorios, anti-piréticos, anti-bióticos, anti-álgicos, anti-glucémicos, etc., y presta poca o ninguna atención a las profundas deficiencias o excesos de las moléculas naturalmente presentes en el organismo. Más allá de que no solucionan el origen profundo o causa primaria de la enfermedad, el problema de los xenobióticos es que, por más específicos que pretendan ser, inexorablemente causan efectos colaterales –esto es, tienen sobre el organismo acciones no deseadas. Irónicamente, esta acumulación de efectos colaterales dañinos es a su vez tratada con nuevos fármacos xenobióticos… perpetuando el general desequilibrio.
Fig.17 Las sustancias comestibles que sostienen nuestra existencia son en el fondo combinaciones de moléculas. Seis categorías de nutrientes (agua, proteínas, minerales, lípidos, vitaminas y oxígeno) son esenciales para la existencia de nuestro organismo. Si bien la medicina ortodoxa aún no alcanza a verlo en profundidad, los primeros "fármacos" que deben considerarse en el tratamiento de las enfermedades son precisamente estas moléculas nutricionales.
Si bien puede ser de inmensa ayuda contar con efectores farmacológicos poderosos, cuyo empleo oportuno salva vidas a diario en hospitales del todo el mundo, en lo que a las enfermedades de la civilización se refiere –cáncer, infartos cardiacos/cerebrales, diabetes, demencia- la verdadera solución no está en estas lucrativas drogas farmacológicas. La salud depende más bien de las sustancias que evolucionaron originalmente con (y dentro de) nuestro organismo, en el extremo opuesto del espectro bioquímico. A dichas sustancias, (como la vitamina D) que han co-evolucionado con los vertebrados, los animales superiores y finalmente los primates por millones de años, y para las cuales nuestras células poseen receptores de membrana, hemos propuesto llamarles autobióticos. Los aminoácidos, vitaminas, ácidos grasos y oligoelementos tienen en nosotros una acción virtualmente perfecta, y su efecto a menudo es pleiotrópico, que es solo un modo elegante de decir que ejercen varios efectos útiles simultáneamente. La razón por la que estos no son vigorosamente anunciados por la industria farmacéutica, ni prescritos por la facción más ortodoxa de la profesión médica, es sencillamente que no son patentables… por lo cual tampoco son rentables.
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Ernesto Prieto Gratacós
Laboratorio de Ingeniería Biológica
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somos lo que comemos
Magnífico artículo para variar, llenísimo de
Es un placer leerle
Otra maravilla del profesor